Reseña histórica del Parque Lezama

En 1580 cuando Juan de Garay funda -definitivamente- la Ciudad de Buenos Aires, lo que hoy conocemos como el Parque Lezama era un lugar alejado de la ciudad, afuera de sus límites, ya que para esa época los márgenes de esa zona terminaban en el Zanjón de Granados, la desembocadura del arroyo Tercero del Sur (hoy calle Chile y Defensa). Podríamos decir que lo urbano llegaba hasta la actual Avenida Independencia, aproximadamente.

En sus comienzos el terreno fue cedido al capitán Alonso Vera. En el siglo XVIII se ubicó una Casa de Pólvora, ya que era un sitio estratégico para repeler posibles ataques desde el río. En 1700 se instaló una barraca de la Compañía de Guinea, para el tráfico de esclavos. A todo ese sector se lo conocía como Punta de Santa Catalina, la bajada de la calle Defensa era una de las salidas de la ciudad más conocidas, por ser el camino directo al Riachuelo.

El predio fue cambiando de propietario hasta que, en 1729, aparece registrado a nombre de María Bazurco. En el siglo XVIII la propiedad se dividió en varios solares y entre ellos se destacan los que poseían Juan Necochea Abascal -dónde está el actual Museo Histórico Nacional- y el de Ventura Miguel Marcó del Pont, por quien la barranca de Defensa supo ser conocida en esa época como “la barranca de Marcó”.

Posteriormente, en 1812, la quinta fue propiedad de Manuel Gallego y Valcárcel quien la vendió en un remate a Daniel Mackinlay Thompson. Por este, se la denominó “la quinta de los ingleses” durante casi un siglo, aunque sus tierras no ocupaban la totalidad del actual parque.

En 1826 nuevamente fue vendida, esta vez al norteamericano John R. Horne quien también alquiló los terrenos que dan a la calle Brasil. Realizó grandes obras de jardinería con rosales y esculturas y construyó una mansión -la base de lo que hoy es el Museo Histórico Nacional- que se convirtió en el lugar donde se realizaban grandes fiestas y eventos, en la época de Rosas.

Con la caída del gobierno de Juan Manuel de Rosas todo quedó abandonado y seis años después se logró vender. En julio de 1857 el predio fue adquirido por José Gregorio de Lezama, quien de inmediato hizo reformas. Amplió la casa con una torre mirador, colocó macetones, estatuas y galerías con todo el lujo y confort de la época. En 1889 -tras la muerte de Lezama- las tierras pasaron a manos del Estado que ya había destinado en ellas la construcción de un parque similar al Parque Tres de Febrero.

En 1897 se instaló en el casco el Museo Histórico Nacional y ese mismo año se completó la compra de las casas ubicadas dentro del predio del parque sobre la Avenida Brasil, luego de lo cual se construyó una reja con tres grandes portones para rodearlo, que fueron quitadas definitivamente en 1931.

En la parte inferior de la barranca se construyó una escuela, pero posteriormente fue demolida para hacer un edificio de dos pisos que, a mediados de 1950, también fue destruido.

Asimismo, en el año 1900 se construyó un gran restaurante al borde del actual anfiteatro -donde termina la calle Balcarce-, decorado con un gigantesco molino iluminado con luz eléctrica. Fue famoso en su época, porque también contaba con un ferrocarril en miniatura.

En 1914 se construyó el primer anfiteatro abierto, aprovechando el desnivel de la barranca, aunque poco después fue demolido para edificar el actual, que se llevó a cabo excavando 3.000 m3 de tierra que destruyó gran parte del parque original.

En la zona sur, donde hoy se encuentra el Monumento a la Cordialidad Argentino – Uruguaya, había un picadero, un circo y tribunas. También un pequeño lago con góndolas para navegarlo, un quiosco-tambo donde se podía consumir leche fresca, una pista de patinaje con una gran pérgola y una plaza de toros ¡Increíble! Además, hubo en él varios quioscos que fueron parte de las primeras bibliotecas ambulantes del país, un palco-tribuna donde se realizaban fiestas de caridad, bailes y coros.

Sin duda nuestro querido Parque Lezama siempre estuvo en constante cambio y siempre fue protagonista en nuestra historia popular.

                                                                                   Ignacio Lavorano

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